Honorio FEITO | Sábado 10 de enero de 2015
Decía un amigo que en las ciudades vivimos de sucedáneos. Tenemos un geranio en la terraza y una Cintia en el interior para recordar nuestros orígenes rurales; y por la misma razón tenemos una mascota o cultivamos fresas o ajetes en el jardín…
Las mañanas soleadas de invierno, blancas por la helada en las primeras horas, se nos ofrecen como una oportunidad para buscar esos rincones urbanos que cedemos a la naturaleza. Buscamos, acaso, desempolvarnos de la contaminación y dejarnos bañar por el oxígeno que desprenden los plátanos de sombra, antes de que la primavera castigue a los alérgicos a éste polen, y que nuestra mirada rebote contra un arbusto en lugar del granito de un edificio urbano.
Las mañanas del Retiro madrileño, o de la Casa de Campo, o en El Capricho, o en cualquier otro espacio todavía respectado por la vorágine del ladrillo –ahora en franca derrota- concentran a muchos madrileños y visitantes que aún se dejan sorprender por la imagen de una juguetona ardilla. Y los sorprendidos visitantes, propios o foráneos, se quedan boquiabiertos ante la presencia del animalito que, entre asustado y confiado, regatea y finta por el ajardinado espacio antes de trepar de uno a otro árbol. Todo un milagro de la naturaleza, si tenemos en cuenta que muchos de estos improvisados observadores, sólo han tenido la oportunidad de verlas en los documentales de National Geographic.
Sería bueno que los niños tuvieran la oportunidad de verlas en su ambiente para que, cuando sean adultos, no se dejen sorprender por la presencia de una ardilla si para entonces todavía existen.