El Cristo de los Alabarderos tras su salida del Palacio Real (Foto: HF)
Honorio FEITO | Sábado 04 de abril de 2015
Si tuviera que de finir la característica común de las procesiones de Semana Santa en Madrid, creo, sin lugar a dudas, que diría que allá donde un día reinó el silencio, ahora, el bullicio; donde el respeto, ahora la algarabía; donde la oración, ahora las manos sujetando un Smartphone o una cámara digital de bolsillo… cada vez más frecuentes, los palos para el selfie.
Tengo por costumbre asistir, desde que se reiniciara la salida del Cristo de los Alabarderos, a la procesión que inicia su andadura en el Palacio Real de Madrid, cadal Viernes Santo, y acompañar al paso durante un tramo, para, luego, acompañar el del Divino Cautivo, que viene por el antiguo mercado de San Miguel y, a través de la calle Mayor, y la de Ciudad Rodrigo, cruzar en diagonal la Plaza Mayor. Creo que ayer, la afluencia de público, pero sobre todo la impertinencia de una parte del público, desdibujó el paso de una talla, me dicen, de Benlliure, que representa al Señor cuando iba a ser flagelado.
Parece que para algunos la Semana Santa es un jolgorio. Nada que objetar, pero no me imagino a una legión de turistas entrar, en la hora de los oficios, en una iglesia e irrumpir con sus pantalones cortos, las chanclas, los smartphones, las digitales y la algarabía…
Creo que todo ello forma parte, y en gran medida de forma casual, de la mala educación.
Se habla estos días de la pitada al Himno Nacional que sucederá cuando se celebre la final de la Copa de S.M. El Rey, pero no he oído criticar, desde los medios, las pitadas que generalmente reciben los himnos nacionales de cuantas selecciones se enfrentan con España, aún en partidos amistosos. La incultura ha llevado a muchas generaciones a “desconocer” el protocolo y a aplicar la mala educación para manifestar, incluso, algo que ni siquiera es un desacuerdo.
No comparto el lema de algunos educadores (¿habría que llamarlos así cuando ni ellos se consideran tal?) de que se enseña en la escuela y se educa en casa. He manifestado en muchas ocasiones mi parecer sobre esta tremenda barbaridad que ha llevado, a muchas generaciones de españoles –que es lo que más me preocupa-, a comportamientos poco razonables.
Para un niño –aplico el género neutro- los modales de sus profesores (aquí también), como los de sus padres, son referencia permanente. Pero no sólo los modales, incluso la forma de vestir, la reacción a cualquier contratiempo, la manera de analizar una cuestión y hasta la de defender una causa, porque un niño es un libro abierto, sobre el que escribimos los padres, en primer lugar, los abuelos, los tíos y el resto de la familia, pero también los profesores, cuyo término se me queda corto, porque prefiero el de educador, representado en la palabra maestro. No existe en nuestro idioma, probablemente, un término más completo para definir a quien nos sirve de guía que el de Maestro, con mayúscula, por supuesto, en el que se combina el respeto por su sabiduría, y la admiración por su docencia.
Los que tienen la sagrada misión de conducir a los niños, de enseñarles el camino, de mostrarles la maravilla que es comprender un teorema, para aplicarlo sobre un supuesto, o los que les animan a conocer nuestra orografía, nuestra Historia, nuestra Literatura, para que ellos, en el desarrollo de ese conocimiento, aprendan un día a disfrutar con una pieza musical, una composición poética o la lectura de una historia que siempre tiene algo de real, pero que despierta la imaginación para llevarnos a lugares que rayan con la magia, tienen también la responsabilidad de enseñarles a respetar, para poder ser respetados; a discurrir, para no ser víctimas de la obcecación y a vivir, para no sentirse presos del ángulo oscuro de la ignorancia. A ser, en una palabra, lo suficientemente capaces de ser críticos, para no dejarse embaucar, que no es lo mismo que ser ignorantes. Y, en esa tarea, estamos todos: familia y profesores, perdón, maestros.