Honorio FEITO | Martes 07 de junio de 2016
Es indiscutible que Donald Trump destaca en la vida política norteamericana, y mundial, con la fuerza de un ciclón; que su manera de dirigirse a sus seguidores desencadena críticas entre los escépticos y analistas que se rigen por lo políticamente correcto, y que sus manifestaciones acerca de los problemas actuales, sin pelos en la lengua, según la expresión popular, encierran muchas incógnitas acerca de cuál puede ser su comportamiento si llega a ocupar la Casa Blanca.
El político y empresario norteamericano irrumpió en la escena política desde una posición ambivalente: era un outsider, con la desventaja de no conocer el funcionamiento interno del sistema y del ejercicio de la política, pero con el beneficio de presentarse como un valor en alza, un soplo de aire limpio y fresco, que vino a renovar a la viciada infraestructura en que se han convertido los partidos políticos en este sistema partitocrático semiagotado. Su mensaje llegó claro a los miles de norteamericanos que se sienten ninguneados por las actitudes de buenismo social que los políticos mediocres suelen ofrecer como solución a sus propias incapacidades.
Su desembarco en la escena política corresponde a un personaje desafiante, que dice lo que muchos piensan pero ninguno se atreve a decir; que reta a la norma establecida; que es crítico e hiriente con las minorías; porque el buenismo mal entendido lleva a otorgar derechos a quien no los tiene a cambio de quitárselos a quien los ha pagado con sus impuestos. Tema delicado, especialmente para los políticos que prefieren utilizar la demagogia para resolver, mientras buscan soluciones con las que compensar las desigualdades sociales. Trump aboga aquí por no quitar a quien ha pagado con sus impuestos a lo largo de los años, un bienestar de futuro incierto ante las dificultades económicas que impone la coyuntura internacional. Y no es en absoluto tímido cuando se trata de llamar al pan pan y al vino vino, a la hora de marcar las referencias.
Ha sido capaz de devolver la autoestima a la mayoría blanca anglosajona que vive en los Estados Unidos, y ha estado dispuesto y decidido a encabezar una marcha por la recuperación del voto, usurpado en los últimos años por la aplicación de medidas desconsideradas contra esa mayoría blanca anglosajona. Por eso sus mítines son una provocación para los votantes negros y latinos, como dicen ahora, aunque lo correcto es decir minoría hispana o ibérica.
Sería un error considerar a Trump una caricatura de sí mismo, que es un juego que gusta practicar a la prensa oficial para presentar ante los votantes a un excéntrico. Se podrían establecer teorías que expliquen el por qué es un hecho que Donald Trump representa una opción política diferente, una figura capaz de encarnar la revolución de los inocentes, en este tablero de la política donde comienza ya a ser una evidencia que el currículo de un candidato no es ya un activo. O sea, donde no valen ya gestores de reconocida capacidad sino productos del marketing o, en el peor de los casos, manipuladores y actores de escraches.
La emergente figura de Donald Trump no es producto de un accidente político, sino fruto de un cúmulo de errores que han llevado la situación a límites peligrosos. Los peor parados serán, bajo su presidencia, si lo llega a conseguir, aquellos que desafiando las normas han cruzado las fronteras sin avales, y se ocupan de trabajos domésticos mal pagados y mal conceptuados, léase hispano en general y mexicanos en particular. Y los críticos mejor harían en hacer un examen de conciencia a fondo que exponer ante los electores una deformación de la realidad.
Si llegara a ocupar el Despacho Oval de la Casa Blanca, su prioridad sería devolver a los Estados Unidos la hegemonía que le corresponde en el mundo occidental. La construcción de una valla, a lo largo de la frontera con México, asoma como un elemento discordante y simbólico, pero en fondo subyace la necesidad de controlar las fronteras para evitar el trasiego de personas ajenas a los registros oficiales, dejando en evidencia los resortes de un estado poderoso, como ocurrió durante el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. O sea, que Trump, por encima del chiste fácil y tonto de muchos tontos sumados a la tarea de ironizar o envenenar la imagen de un candidato a la Casa Blanca, tratará de devolver a los Estados Unidos el lustre que, según él y muchos miles de norteamericanos, les ha sido arrebatado.