Honorio FEITO | Domingo 20 de noviembre de 2016
Los gurús del establishment han acuñado un nuevo término: “populista”. La RAE lo define como la tendencia política que pretende atraerse a las clases populares. Pero todos sabemos que cuando los gurús del establishment acuñan un término suele ser con carácter peyorativo, hacia quien no comparte su credo político. Hace unos cuantos años, se emitía en TVE un espacio conducido por el académico Criado del Val, sobre el uso correcto del idioma español. Trataba en vano de corregir esos vicios que ponen de moda palabras a las que cambian su significado tradicional por otro más al gusto de las clases populares.
Tuve ocasión de entrevistar al académico dos veces, para confirmar el maltrato que los políticos daban al idioma, cuando estaban de moda aquellos conceptos como “plataforma reivindicativa” y demás, que eran el gancho preferido por los sindicalistas católicos reconvertidos a CCOO y a USO y que contaba también con la aprobación de UGT.
En la catalogación que se ha venido aplicando al recientemente electo presidente de los Estados Unidos, el republicano Donald Trump, hemos visto la evolución sistemática con que el establishment, a través de sus gladiadores titulares y suplentes de la arena periodística, ha venido aplicando sobre este personaje: Misógino, segregacionista, palabrotero, prejuicioso, abusador, discriminador etc. etc. etc., pues todo esto queda ahora resumido en una sola palabra: populista.
Bajo el término populista engloban a personajes de diferente linaje. Lo mismo ocurre bajo el término dictador. Los meapilas de lo políticamente correcto, el establishment en suma, se las apañan siempre para consolidar el insulto, metiendo en el mismo apartado, o definición, a personas cuyo comportamiento dista entre sí lo que dista la luz de las tinieblas. Pero les da igual. Ellos trazan unas paralelas y el que quede fuera del espacio que hay entre ambas, está excluido del sistema, y queda condenado y descalificado.
Los síntomas de que el sistema no da para más saltan a la vista. El buenismo aparente, que parece subyugar a los mandatarios occidentales, ha llevado a la desafección de las sociedades que dirigen. Lo ocurrido en los Estados Unidos, en las recientes elecciones, es una prueba de ello, como el ascenso del Frente Nacional, de Le Pen en Francia, o el ascenso del voto para candidatos como el austríaco Norbert Hofer, en Austria, o Viktor Orban en Hungría. A todos ellos les une un instinto de proteccionismo hacia sus compatriotas y una necesidad de protección para garantizar el alcance de las ayudas sociales a sus convecinos. Es un sentimiento de nacionalismo que busca mantener un principio de justicia para quien ha colaborado, con sus impuestos y su trabajo, a crear lo que ahora llaman el estado del bienestar, frente a lo que consideran el intrusismo de inmigrantes que no trabajan y viven de las ayudas sociales, o incluso los refugiados. Algo de esto inspiró también el Brexit.
Es una obviedad que discutir el alcance de las ayudas sociales, de los países desarrollados, y su aplicación a las personas menos favorecidas procedentes de otros países, podría entenderse como un objetivo egoísta e irrazonable, que representa una afrenta desde el punto de vista católico, para los que somos católicos, y también desde el punto de vista de la beneficencia, que es como el Estado laico, a lo largo del siglo XIX, asumió la caridad cristiana que durante siglos ejerció la Iglesia Católica. Y tal parece que las posturas proteccionistas hacia sus compatriotas, por parte de los líderes antes mencionados, son a la vez una desatención hacia los más desfavorecidos.
Paralelamente, parece que los países europeos han asumido la responsabilidad de recibir, instalar, proteger y atender a miles de refugiados e inmigrantes a los que sería más fácil entenderse con sus hermanos de religión y cultura en otras latitudes, que además gozan de economías fuertes basadas en el petróleo. Europa está cediendo gran parte de su personalidad a favor de estas minorías que, instaladas en barriadas cada vez con más presencia en las diferentes ciudades de los países de acogida, rechazan su integración cultural y social y mantienen sus rasgos socioculturales como garantía de su sumisión religiosa. Nadie puede negar que hay una gran dosis de intransigencia entre los inmigrantes para adaptarse a la vida y costumbres occidentales. Las diferencias entre el mundo desarrollado y el que ellos dejan atrás exige una predisposición que casi nunca acompaña al inmigrante. Europa envejece y necesita mano de obra que trabaje para pagar impuestos con que mantener el nivel de vida y las políticas sociales. Hay una gran diferencia entre asumir la responsabilidad de un trabajo homologado o venir a disfrutar de unas ayudas, sin más, que dan para ir tirando, sin ninguna prestación a cambio.
Resulta curioso que la mayor parte de los artículos que he leído últimamente muestren la gran preocupación de sus autores hacia el efecto que van a provocar las medidas políticas, económicas y sociales de Donald Trump no ya en Estados Unidos, sino en América y en el mundo entero, y nadie haya pensado en soluciones a aplicar en el origen de los grandes problemas que amenazan la coyuntura social y política de nuestros países, cuyos ciudadanos empiezan a sentirse desprotegidos de la moda del buenismo mal entendido que aplican sus dirigentes políticos.