Honorio FEITO | Viernes 03 de noviembre de 2017
El gesto de Puigdemont, de huir a Bruselas para tratar de convencer a los mandamases europeos de su verdad recuerda, históricamente, a la también huida de Antonio Pérez, secretario de Felipe II, tras cometer otro crimen, casi de Estado, como fue el asesinado de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria. Ya sé ya sé que las comparaciones son odiosas. Antonio Pérez, como ahora Puigdemont, con sus pantomimas y huidas, con sus actos, sus llamadas de atención de las cortes extranjeras, fue uno de los iniciadores de la leyenda negra, que ahora Puigdemont trata de mantener viva.
Porque los heraldos actuales, que somos los periodistas, preferimos aceptar los tópicos a hurgar con interés para llegar a conocer la verdad que subyace, y muchos de ellos, como forjadores de opinión, transmiten cuentos de fantasmas y diabólicas historias que demonizan a los españoles. Estamos en tiempos de Halloween, la fiesta que ha desplazado a nuestra tradición, y ha empujado a nuestro don Juan a la mazmorra del olvido, sin tiempo para retarse con nadie, sin damas a las que romper el corazón, sin recursos para impostarse. Son tiempos de fantasmas.
Espero no equivocarme si digo que Rajoy tendrá suerte (y con él, todos los españoles), y no precisamente porque yo sea partidario de Rajoy ni de su política. Antes de que llegara a la Presidencia del Gobierno, ya critiqué yo su timorata manera de actuar. Rajoy (también dice Marañón que hacía Felipe II), suele dejar los asuntos de Estado reposar mucho tiempo antes de tomar una determinación, el problema es que los tiempos tienen su propio ritmo, y el de Felipe II era muy distinto al de Rajoy. A Felipe II le valió el calificativo de paciente, a Rajoy le quitan el mérito y dicen que esa pachorra para afrontar decisiones es una estrategia de Arriola, la masa gris de este partido que ahora ocupa el poder en España.
Decía yo que Rajoy va a tener suerte porque si el 21 de diciembre, día previo a la suerte por excelencia que es el gordo de Navidad, las gentes pacíficas, las que piden orden, paz y trabajo y también respeto, deciden ir a votar en Cataluña, proporcionalmente, habrán dado un golpe al segregacionismo. Y será un golpe a través de las urnas, que en democracia tiene un valor añadido, por encima incluso de los golpes que da la aplicación de la Ley. Derrotar al separatismo en las urnas es la guinda, el colofón, la expresión máxima de la democracia, que aleja cualquier duda acerca del uso de la fuerza, la aplicación de la mordaza o la triquiñuela legalista que calla al oponente. Rajoy, y por ende el resto de los españoles, tendremos suerte si se moviliza esa ingente masa tendente a la comodidad, distraída, esos días, en las fiestas navideñas y corrientemente poco dispuesta a sacrificios menores como desplazarse a un colegio electoral a emitir su voto. Movilizarla será un compromiso de los partidos llamados constitucionalistas.
Entiendo yo que Rajoy, y algunos de sus colaboradores, manejan datos fiables para dar validez a esa fecha del 21 de diciembre como prueba de fuego, como examen final, con que inferir una derrota en las urnas que deje sin excusas a los que han pensado que todo el monte era orégano, y en la confianza de que esos datos hagan fiable la fecha, Cataluña comience a recuperar sus instituciones y, por un tiempo, pueda España emprender el reto de mirar al futuro sin esa espina clavada que, además de herirte, te mantiene abandonando a otras ocupaciones.
Es mucho aventurar en política, porque la res publica se arma de estrategias que los mortales apenas podemos entender, y los que viven de ello buscan extrañas alianzas y aún confunden más a la peña (ya decía Fraga que la política hace extraños compañeros de cama), pero España necesita despejar estos asuntos internos cuanto antes y el medio es una reforma constitucional. El problema, luego, sería ver qué se reforma y en qué medida y cómo esas reformas afectarían a los mandarines autonómicos y aquí, si, lo veo difícil por no decir imposible. Nadie cederá prestaciones porque ceder equivaldría a perder poder y dinero, como dije en un anterior artículo, pero es una evidencia que con estas reglas de juego no tenemos el futuro despejado ni seguro y que el asunto –ahora catalán, mañana vasco, valenciano, mallorquín, gallego y ¡vaya usted a saber!- seguirá siendo como ese fantasma de Antonio Pérez o de Puigdemont vagando por la historia y amenazando la convivencia.
A mediados del siglo XIX, Cuba quería reformas. El error imperdonable de los liberales, al excluir a los diputados cubanos, puertorriqueños y filipinos, de las Cortes y devolver el estatus de colonias a estos territorios que habían sido provincias, promovió una agitación en estos representantes y en sus distritos, con la que tuvieron que vivir los españoles de la metrópoli durante varias décadas, rechazando sus propuestas y ninguneando sus propósitos. Al final, ya sabemos. Antonio Pérez no consiguió convencer a los reyes de Francia e Inglaterra de que Felipe II era un demonio, como Puigdemont no ha convencido a los belgas de que Rajoy es otro demonio, pero los españoles perdimos Cuba, Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. La Historia no se repite, pero los errores sí, y en tiempos de Halloween suelen los fantasmas aparecérsenos para incordiar.